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La relación entre humanos y árboles

Árboles y bosques forman parte de nuestra esencia ancestral y dan cuenta de nuestro paso por el mundo. La deforestación pone en riesgo nuestra relación con estos gigantes naturales que conforman, en buena parte, la identidad de los territorios

 

Cuentos infantiles en los que las hojas cobran vida, bosques maravillosos en los que cualquier cosa puede suceder, una mitología con devoción hacia el olivo como es la griega y que nos narra conversión de Dafne en laurel, entre otros mitos. El Árbol Cósmico, el Árbol de la Vida o el Árbol del Conocimiento. Desde tiempos ancestrales, los árboles han simbolizado el ciclo de la existencia y el poder de la naturaleza. No es de extrañar, pues muchos siglos atrás los continentes estaban bañados por un extenso manto verde que los seres humanos habitábamos y venerábamos. Mitología, religiones, literatura y cine están repletas de referencias a estos gigantes naturales proveedores de oxígeno, sombra, frescor y hermosura.

El vínculo entre las personas y los árboles conecta con el ámbito del campo, de la vida pausada, de la posibilidad de la contemplación y el regreso a nuestra esencia silvestre –o salvaje–. Más allá de que custodien su función de proveedores de frutas, madera y papel, pasear entre ellos supone dejarnos envolver por sus colores, texturas, el sonido del viento entre sus ramas, el crujido de sus hojas en el suelo y el correteo de los animales que los pueblan. Supone, en definitiva, adentrarnos en la vida de forma plena. Este también es el punto de partida de los populares baños de bosque.

El naturalista Ignacio Abella Mina dice que custodiar los árboles es defender la Tierra, la inocencia, la cultura, la belleza y todo aquello que no tiene voz ni armas para defenderse: «Protegemos nuestro mundo y a quienes están por venir. Nos defendemos de la amenaza de quienes, con premeditación, nocturnidad y alevosía, continuamente especulan, venden y destruyen lo que tanto tiempo lleva construir. Defender el árbol es defendernos a nosotros mismos».

Velar por la conservación de los árboles supone también velar por la identidad y memoria del territorio

Velar por la conservación de los árboles supone también velar por la identidad y memoria del territorio: esa encina bajo la cual se reunían los grupos de niñas en su infancia, el jardín con el manzano que impulsó las teorías de Newton, el parque principal del pueblo custodiado por esos plátanos de sombra… Alrededor de los árboles forjamos numerosos recuerdos, porque han formado parte de algunos de los momentos más representativos de la vida de muchas de las personas.

En el libro El aroma de los bosques (Siruela, 2024), de Dominique Roques, el autor desfila por los bosques del mundo para explorar el complejo vínculo entre el ser humano y los árboles. «Básicamente móvil, las personas compensan la brevedad de su vida con el movimiento», afirma. «No ha dejado de poner su inteligencia al servicio de una forma de voracidad, de una necesidad de dominar, de servir a sus semejantes y a la naturaleza. El árbol es inmóvil, duradero y silencioso. Ocupa el espacio verticalmente, desde las profundidades de la tierra donde hunde sus raíces hasta parecernos que toca el cielo cuando se eleva a cien metros para abrir nuevas hojas al sol y al viento. El movimiento de su vida es interior, esmerándose en empujar la savia desde sus raíces hasta el final de sus ramas. No habla, pero seguimos descubriendo sus códigos de comunicación y ayuda mutua con sus vecinos a través de sus raíces y hojas. Alberga y alimenta todo tipo de formas de vida, aves, roedores, insectos y hongos, que diseminan sus semillas y aseguran su movilidad germinando a sus descendientes. La profunda oposición de estas dos formas de vida generó una confrontación inevitable, simbolizada por un hombre: el leñador».

En los últimos trece años, la deforestación se ha llevado más de 40 millones de hectáreas en todo el mundo

Se calcula que en los últimos trece años, la deforestación se ha llevado más de 40 millones de hectáreas en todo el mundo, lo que implica la desaparición de bosques, selvas y ecosistemas naturales y un daño, en muchos casos, irreversible a la naturaleza. Esta pérdida conlleva también una ruptura con una relación ancestral y natural. Por eso en la actualidad algunos de los principales agentes que están velando por la conservación de los bosques son los pueblos indígenas, comunidades que, aunque ocupan una décima parte del territorio mundial, preservan el 80% de la biodiversidad del planeta. No tienen intención de dejar que su medio de vida y la bomba de oxígeno de la Tierra se destruya. O que la destruyan.

En su Escritura indómita (Errata Naturae, 2021), la escritora Mary Oliver también alababa las virtudes de los estos gigantes naturales: «Y busco en lo más profundo del bosque, más allá de los cortafuegos y la pista para bicicletas, entre los robles negros y los altos pinos, en tardes silenciosas y azules, cuando la arena aún está helada y la nieve cae lenta y azarosa, y el mundo entero huele como el agua en una taza de hierro». Buscar para encontrar, o dejarse perder entre las maravillas del mundo boscoso, es siempre una forma de vivir, probablemente más, y seguro que un poco mejor.

Articulo procedente de la revista Ethic, Leer artículo